Canada 2008 (3)

Día 3 11-5-2008

Hoy no para de llover, esta vez vamos Jose Miguel y yo con Michael y Ken, nos quieren llevar a una zona especial, es una zona en alto que se divisa mucho monte. Después de carrilear un rato llegamos a la pista que nos conduce a la zona. La pista esta llena de nieve, como unos 50 cm, lo malo es que la pista es en subida y en una ladera.

Lo intentamos un par de veces, pero el coche no subía, estaba difícil la cosa, además que por último el coche se iba acercando cada vez más a al filo de la pista, un error y nos caemos por la ladera.

Al final ken desiste y damos la vuelta, aprovechamos para ver otras zonas de pinos cortados, pero todavía están sin hierba, no hace el calor que esperábamos y eso que estamos en la mejor época del año para cazar el oso en la British Columbia.

Después de unas vueltas, volvemos al campamento a comer para volver a salir por la tarde, está el día muy malo, pero José Miguel y yo aprovechamos para tirar unas flechas y entrenar un poco.
Salimos a las 3 y vamos a una zona con muy buena pinta, estuvimos ayer con Ken por aquí. Nos bajamos del coche y a recechar.

La zona esta si tenía mucha hierba, por lo que podíamos tener suerte, pero ni el día ni el viento nos acompañaba. Vemos mucho rastro y Michael nos llevaba tras un rastro fresco de un oso. Por dos veces dimos con rastro muy fresco, pero no lo pudimos ver.

Por el rabillo del ojo veo movimiento y aviso a mis compañeros, pero falsa alarma, era un coyote, que después sale a un limpio donde lo podemos ver con claridad, tenía un gran tamaño además de un bonito pelaje.
Volvemos al coche y cambiamos de zona, hasta que llegamos a la Pipeline, un cortafuegos por donde cruza la línea de gas por todo Canadá. Allí empezamos un rececho despacio y pudimos ver a lo lejos una osa con dos crías y pasamos un buen rato mirando como comían hasta que se nos hizo tarde.

Ya por el camino de vuelta vemos alce, whitetail, mucho grousse y un puerco espín, que nos hizo reír con su forma de caminar y correr.

Carlos y Fernando tuvieron la misma mala suerte, solo vieron uno, en la ladera de un río pero de imposible acceso, solo disfrutaron viendolos.

Los americanos vieron dos, pero eran pequeños, de unos dos años, de esos que empiezan a buscarse la vida solos. Decidieron no tirar.

Canada 2008 (2)

Día 2 10-5-2008

Ayer por la noche nos sorteamos quien iba con quien, me tocó con Chamán (José Miguel) y tambien a quien le iba a tocar hacerle las entradas a los osos, al principio pensamos en un día a cada uno. Hoy fuimos con Ken, gran conocedor de esta zona ya que es su concesión.

El plan era sencillo, nos levantábamos a las 7, para desayunar a las 8. La hora de salida, 9:30 -10 de la mañana, según como estuviera el tiempo.
La forma de caza no era del todo espectacular, nos hubiera gustado más ir a caballo, pero la economía no nos lo permite, así que nuestro “aliado” va ha ser un pick up, con ellos recorres muchos kilómetros de pistas (algunas veces 250 kilómetros) y llevarte a sitios distintos.

El primer día nos llevó Ken a una zona de granjas, ya que los grandes osos se acercan mucho allí porque es el primer sitio donde sale la hierba, además que los osos grandes solían atacar al ganado.

El tiempo no era el bueno, llovía algunas veces de forma intermitente y a los osos no le gusta ni el frío ni la lluvia, pero a ver si tenemos suerte.

Como a las 11:30, cruzando un paso a nivel de un tren, vemos en el borde derecho nuestro primer oso, un gran oso, tumbado tranquilamente.


Aparcamos el coche y aunque el viento lo teníamos fatal le digo a Ken que la única forma de cazar es intentándolo, así que empezamos a meternos por el monte intentando recortarle distancia, el oso estaría como a 500 metros, así que no tardaríamos mucho en llegar. Cuando nos podemos “asomar” a ver la vía vemos que el oso ya no estaba, era facilísimo que nos cogiera el aire por mucho rodeo que le hubiéramos dado, aún asi seguimos caminando por las vías y en eso que como a 100 metros salen del bosque dos osos peleandose, que aunque no eran del tamaño del grande, ya tenían su tamaño. Fue impresionante verlos así tan cerca, nos quedamos quietos a ver su reacción, pero enseguida nos cogieron el aire y volvieron al bosque. Decir que estos bosques son impracticables, caminar por ellos es casi imposible, haciendo ruido fácilmente.

Llegamos al coche y le contamos a José Miguel lo sucedido, pero él lo estaba viendo desde lejos. Cuando arrancamos el coche y después de haber estado hablando allí, ¡¡¡Nos cruza otro oso la pista!!! Nos bajamos del coche, a ver si lo volvemos a ver, pero nada.

¡¡¡¡4 osos en un momento!!!!

Después dejamos el coche y estuvimos subiendo y bajando montañas, haciendo unos recechos preciosos en busca de los osos, pero el tiempo no ayudaba, durante el rececho vimos algunos ciervos mula, una pena que estuvieran aún sin cuerna.

Ya al medio día, vemos en el fondo de un valle a una osa con dos crías, una de ellas cimarrón, el guarda nos dice que su padre es gigante y que siempre anda por la zona. La osa se iba alejando y nos fijamos, que era porque cerca tenía a otro oso. Estaba comiendo tranquilamente.

Nos preparamos y le hacemos una entrada, teníamos que bajar por una ladera, luego cruzar un barranquito y ya nos poníamos encima de él. Bajamos y cuando lo vemos ya se había movido y estaba en la linde del bosque, conseguimos ponernos a unos 40 metros, pero el aire empieza a cambiar y el oso se mosquea y se mete en el monte, pero con dirección hacia nosotros. Todavía Ken y yo, nos podemos acercar unos metros más y nos ponemos a 30, el oso empieza a caminar hacia nosotros y el aire sigue cambiando, lo veo que me viene, el terreno muy sucio para tirar pero ya tenía puesta una flecha por si acaso, sigue acercándose. Si sigue, le voy a tener que tirar a unos 13 metros, en el único claro que tengo, Ken ya está preparado con el rifle.


El oso se para detrás de un arbusto cerrado, no estará a 20 metros, levanta la nariz y da un salto y se va corriendo, nos ha cogido el aire, pero que lance mas bonito. Ahora se le oye respirar a Ken mejor, jajaja… nos reímos y me decía “close encounter”jajaja… le doy las gracias por el lance. Estuvimos cerca para ser el primer día.

Chamán, estaba unos metros mas arriba contemplando todo, pero desde su posición no pudo ver al oso.


Volvemos al sitio elevado desde donde vimos los osos y nos sentamos a “glasear” como lo llaman ellos (mirar con los prismáticos). Allí estuvimos 3 horas, vimos dos manadas de ciervo mula, una de 3 y otra de 6, un coyote, aguilas y volvimos a ver a la osa con sus dos crías. Eran las 6 de la tarde y paramos para comer un rato y hablar de “negocios”, jeje…

Nos movemos de zona y volvemos a ver mucho ciervo mula, incluso en los jardines de las casas, también grousse y conejos.

Ya por la tarde vemos un oso gigante en medio de una campa, le damos la vuelta intentando entrarle con el aire perfecto, pero sigue muy cambiante, eso es que viene lluvia nos decían. Cuando lo vemos estaba echado como a 10 metros de una linde de bosque, Ken y yo nos arrastramos por el suelo y cuando llegamos a 40 metros me dice si puedo tirarle desde ahí, el oso no era normal, ¡¡¡Era gigante!!! ¡¡Me lo repetía una y otra vez!! ¡¡Eso no se dice!! Yo le digo que si soy capaz, había entrenado para tirar mucho mas lejos, y me dice que lo intente, pero al verlo tumbado me pongo cuerpo a tierra y empiezo a reptar hacia él, hasta que ya no podía más. Le veía la loma, me pongo con las rodillas en tierra y me pego a la orilla del bosque a esperar que se levante. Mido distancia 32 metros, un tiro más o menos fácil.

No lo veía entero, solo su lomo y se le veía gigante entre la hierba verde, el pelo, con el brillo de los últimos rayos de sol brillaba.

En eso que noto movimiento, el oso levanta la cabeza, levanta la nariz y de un salto se levanta mirando hacia nosotros pero sin vernos, se me queda muy frontal para tirarle a un bicho de ese tamaño y menos con lo peligroso que son. Yo estaba a medio draw, el oso cogía el aire, ¡¡¡Que grande era!!! Pero da una especie de bufido y se mete en el monte sin posibilidades de tiro.

¡¡¡Que lance!!!! ¡Que suspiros dimos Ken y yo! Me dio las gracias por no tirar ya que se nos hubiera venido casi seguro y me dijo que no había visto a nadie acercarse tanto a un oso de ese tamaño, ¡¡¡Él le echaba como 8 pies y mas de 200 kilos!!! Hacía años que no veía un oso negro tan grande.

Volvimos al coche, todavía de día (oscurece a las 10:30 y amanece a las 5:15). Ya casi de noche cuando volvíamos al campamento, vemos un oso en una ladera de fácil entrada. Le hacemos un rececho rápido, ya que se nos hacía de noche, con un viento perfecto y cuando estábamos a 14 metros (por no decir menos), solo quedaba asomarnos, Ken me deja paso para que vaya primero, en eso que me agarra del brazo y me tira hacia atrás porque vemos un osesno subiendo a un árbol, era una madre con una cría y a esa distancia se te suelen venir fácilmente.

De vuelta al campamento, vemos otra vez a los mule, whitetails, un alce y mucha caza menor.

Carlos y Fernando no tuvieron tanta suerte, vieron solamente uno, pero al hacerle la entrada el bicho los olio.

Lo mismo le paso a Gary y a Kurt, que también vieron uno, pero les pasó lo mismo. Hay mal tiempo, nosotros tuvimos suerte porque en la zona de las granjas había mas movimiento por la hierba.

Canada 2008 (1)

Día 1 9-5-2008

Llegamos José Miguel (Chaman), Fernando, José Carlos y yo (Guanche) a nuestro destino después de un largo viaje con algún que otro contratiempo, un lago al este de Prince George, en la Columbia Británica llamado Opatcho lake, allí nos esperaba nuestro outfitter, Michael Schneider de Going Hunting.

Nada más llegar, saludamos a los cazadores que salían del campamento, tres americanos, dos con rifle y uno con arco, ¡¡¡Los tres habían cazado sus osos!!!

Allí nos presentaron al dueño dle campamento, Ken Watson, de Opatcho Lake Outfitters. Decir que íbamos al campamento de Michael, que era estaba más al norte, pero por el mal tiempo que había en su zona (nieve de 1 metro de espesor) nos imposibilitaba la cacería, así que nos quedamos en el campamento de Ken.



El Campamento era precioso, con cabañas al antiguo estilo “trampero” hechas de tronco y musgo en sus uniones, fabricadas hacía como 40 años. Era bonito leer las firmas que habían en su interior, de gente que había pasado por allí y los trofeos que habían conseguido. La iluminación era con una lámpara de gas, que hacían que cogiera un color “especial” su interior y la calefacción con las típicas estufas de hierro, que por cierto, ¡Daban un calor increíble!!!

Aparte estaba el comedor, el baño, la ducha, etc.. todo con un encanto especial que nos hacía recordar a las películas de aventura del “gran norte”.

Las cabañas estaban justo en el borde de un lago y la nuestra daba hacia en embarcadero. ¡¡¡Una preciosidad!!!!

El lago es famoso por sus truchas arco iris de gran tamaño, pero por desgracia no tuvimos tiempo para intentar pescarlas.

Al rato de estar en el campamento aparecieron Gary y Kurt, dos cazadores con arco californianos con los que tuvimos el gusto de pasar toda la semana.

Ya estábamos todos, solo hacía falta comprobar que el arco tirara bien y esperar a mañana para empezar la cacería.

Estos días de relax son de agradecer, hacen que estés más tranquilo, que disfrutes del paisaje y que te recuperes del cansancio del viaje y de los cambios de horario.

La comida en todo momento ESPECTACULAR, con comidas hechas con productos de la zona, alce, salmón, arándanos ,moras, etc... y mucha repostería alemana.

Fueron pasando las horas y llegó la hora de dormir, mañana puede ser un gran día.

Apoteosis (3) por Gerardo

El concepto clásico de apoteosis se refiere a elevar a alguna persona a la divinidad, es decir, endiosar o deificar a alguna persona por alguna circunstancia excepcional. En el mundo antiguo esta circunstancia era, por lo general, considerada para los héroes. Supongo que a los perros, a los buenos perros, les cabe este honor y sin lugar a dudas Runa está, a mis ojos, en situación de serlo. Su pundonor, su coraje, su astucia y su ilusión me permiten ponderarla como héroe. La heroína de mis andanzas venatorias.

Juan y yo habíamos quedado a las 17,30 para reanudar el rastreo. Él quedó en traerse a Bull, otro teckel de pelo duro que ya ha hecho sus pinitos. Yo, tas darle algunas vueltas, consideré llevar de nuevo a Runa. Era justo ofrecerle terminar lo que había empezado.

Puntuales nos dirigimos al sitio en que el rastro se esfumaba. Bull marcó enseguida la sangre con tanto ímpetu que se mordió la lengua. Esto es relativamente corriente en estos perros y produce cierta confusión ya que en ocasiones cuesta saber de quien es la sangre, si del perro o de la pieza. Así nos pasó que durante más de una hora buscamos la salida al rastro entre manchas confusas de sangre de perro y de corzo. Para comprobarlo no me quedaba más remedio que olerla yo mismo. Aprovecho para decir que si bien la sangre es eso, sangre, tiene un olor un tanto peculiar en cada especie. Sea porque escurre por el pelo o por lo que sea es posible saber de quien es. Y así iba, escrutando y oliendo sangres. El caso es que tras varios arranques no encontrábamos nada seguro. A ratos parecía que sí y a ratos que no. Una y otra vez volvíamos al inicio y buscábamos la salida al dédalo de pisadas, rastros y contrarastros que se habían producido.

Por un momento llegamos a pensar que el corzo había acabado en la caja de un tractor que habíamos visto en la pradera del fondo por la mañana. No es la primera vez que una pieza muerta “vuela” del monte. Siempre me acuerdo de mi primer jabalí, aquel que nunca cobré pero al que oí claramente morir a pocos metros de mi en la espesura y al abrigo de una noche negra. Estoy seguro que me lo birlaron por la mañana.
El caso es que para hacer unas comprobaciones llamé a mi amigo Santi para que me indicase de quién era ese tractor. Dio la casualidad de que Santi iba en ese momento al campo de tiro y en pocos minutos se presentó donde estábamos. Discutimos qué hacer y resolvimos retirarnos, algo vencidos y cabizbajos.

No bien llegué al coche me sonó el móvil. Era Santi y me decía que Bull acababa de encontrar un rastro firme y que había sangre. Me lancé como un poseso y me llegué hasta ellos. Estaba claro que el corzo se había vuelto a levantar y estaba andando. Viendo que Bull marcaba bien decidí dejar a Runa en el coche y coger el arma para intentar atajar la pieza en algún paso. Conozco aquel monte como la palma de mi mano y podía adelantarme al corzo si sabía la ruta que tomaba.

El rastro empezó a descender de nuevo al arroyo y allí se confundió con el de unos caballos que pastaban cerrados en una finca umbría. Bull necesitó casi 15 minutos para encontrar la salida. Juan me avisó que el corzo se dirigía hacia el fondo del arroyo, en dirección a la playa de los Molinos. Raudo corrí en aquella dirección. Juan me avisó de nuevo que acababa de pasar el segundo molino y que la pieza iba cerca. Corrí por una pista hasta que empecé a oír el latido nervioso del perro. Casi al momento sentí a mis pies, en la fuerte pendiente poblada de eucaliptos, el tarameo de una pieza en movimiento. Enseguida vi que los helechos se abrían y surgía el corzo en plena carrera para zambullirse en una pradera frontera con el acantilado. Allí le solté un tiro, en plena galopada, fallando como un campeón. Como el rifle es monotiro y las balas iban en una funda en mi bolsillo me armé un lío de campanillas. A resultas de ellos perdí el móvil y la compostura. Recargué y le mandé otro telefax, pareciéndome que le enganchaba. Me volví a por el móvil que encontré, afortunadamente, entre aquel herbazal. Me dirigí hacia donde había desaparecido el corzo para descubrir con sorpresa que se iba corriendo ladera arriba, si bien me dio la sensación de que arrastraba una pata trasera. A la desesperada y más de 300 metros le largué otros dos tiros que volvía errar. Casi me muero.

Llamé a Juan indicándole lo ocurrido y que saliese cunado pudiera que yo iba al coche, desarmado, sin fuelle y cabreado. De camino llamé a Santi para ver si podía acercarse a mi casa a por unas balas. Eran las 21,00.

Juan y yo nos reunimos. Él venía calado hasta los huesos ya que había empezado a llover y yo sin darme ni cuenta. Le expliqué con más tranquilidad lo ocurrido. El corzo se había metido entre unos pinos que cuelgan sobre el acantilado. Por experiencias previas sé lo que suelen hacer los corzos que se meten por allí así que fijamos la estrategia. Le pregunté a Juan cómo veía a Bull. Este perro había sufrido el invierno pasado un grave accidente y este era el primer cobro desde entonces. Juan me dijo que le veía muy bien y centrado. Le dije que entonces el corzo lo seguiríamos con él, era lo justo.

En este punto llegó Santi con las balas y nos pusimos de nuevo en camino. La noche se venía encima y el sitio tenía su peligro. El matorral cuelga sobre el mar a unos 90 metros o más de caída libre. Al llegar adonde vi ocultarse al corzo Bull empezó a marcar con claridad. Yo me filtré por una vereda pendiente usada antiguamente por pescadores de vara y para trabajar con una polea que servía para izar algas con las que fertilizar las tierras de cultivo. Hoy está llena de maleza, zarzas y tojos. Yo procuraba ir por delante para atajar la posible huida, pero pronto vimos que el corzo nos llevaba ventaja.

La pendiente terminaba en un rellano que a su vez cuelga sobre la playa de la Polea. La antigua pradera que rodeaba la bajada está hoy cubierta de zarzas. Si el corzo llaneaba lo perdíamos. Nuestra oportunidad era que optase por intentar engañar al perro. Y así fue. Tras un tramo en llano el rastro volvía a morir y al desandarlo el perro marcó el rastro hacia el zarzal. Me preparé ya que si lo hubiera cruzado debería haberlo visto.

Juan relajo la traílla y al darle un tirón Bull se echó sobre el corzo encamado. Éste ladró de forma lastimera como hacen al sentirse presa pero se deshizo del perro. Corrió unos metros de forma desordenada. En lugar de disparar le di orden a Juan de soltar el perro, cosa que hizo al punto. El corzo, al verme a mi de frente se tiró en plancha a otro zarzal donde el perro volvió a cogerlo ahora de forma definitiva. Posé el rifle, tomé el cuchillo y le di fin.

Dejamos a Bull que mordiese lo justo y lo separamos. Me quedaba aún ascender casi 100 metros casi en vertical con el corzo ya que si Juan me ayudaba el perro se nos colgaba del corzo y no había forma de salir de allí.

Casi sin luz llegamos arriba donde nos esperaba Santi y de allí al coche. Saqué a Runa y le ofrecí el corzo. Ella lo celebró lamiéndolo y oliéndolo. ¡Ahora es nuestro debió pensar! Y en su cara vi una vez más la serenidad feliz de haber hecho las cosas bien.


Examinando el corzo pudimos comprobar que la herida de mi flecha era efectivamente poco más que un rasponazo. Un corte limpio que afectaba a la piel y un pequeño trozo de músculo justo debajo de las nalgas. Supongo que el corzo saltó la cuerda al oir la flecha o bien a que esta se desvió algo en su trayectoria. La punta solamente seccionó unos 15 centímetros de piel como se aprecia en la foto, y nada más. Eso fue suficiente para que nos diera alguna gota de sangre y que Runa “marcase” el corzo a seguir. Mi tiro de rifle pegó por debajo del corvejón izquierdo en otra herida no letal.



Quizá alguno piense que fue un cobro de suerte, y en realidad razón no le falta, pero lo que es cierto es que de estos ya he realizado varios con Runa, con lo que la suerte de verdad es tener esta compañera peluda. Juan que vivió el lance completo coincide conmigo en que si el corzo es de alguien ese alguien mide poco menos de 35 menos de altura. El rastreo supuso una longitud total estimada de más de 4000 metros. Hubo todo tipo de dificultades que la perra superó con éxito. ¡Honor y gloria a los héroes!

Tocado… y hundido (2) por Gerardo

Las noches del cazador de corazón están adobadas de vigilias. ¡Cuántas noches habré pasado de claro en claro a la espera del alba, bien por la emoción del porvenir o por la incertidumbre de un yerro! Esta no iba a ser distinta. En mi cabeza se amontonaban los instantes que rodearon al lance. Una y otra vez analizaba el vuelo de la flecha, el sonido del impacto, el gesto extraño del corzo, la ausencia de sangre. Tardé en conciliar el sueño y a las 5 en punto estaba afeitándome y a las 5,30 recogía de la perrera a Runa. Le había dado vueltas al asunto durante la noche y finalmente me decidí, una vez más, por la experiencia de esta teckel de pelo duro que tantas satisfacciones me ha dado. En el canil se quedaban llorando Trasto, Senda y Lula, ansiosos de acompañarme. Esta vez no iba a ser.

Runa de Vilarvello es un perra que tiene ya 8 años. Desde el principio demostró desprecio por el dolor y por el monte fragoso, no temiendo ni al tojo, ni al jabalí, ni al agua. Sus 9 kg son de puro corazón cazador. Con ella he llegado a realizar cobros impensables para la mayoría, en distancias y en antigüedad del rastro. Su record es hasta ahora un rastro de 84 horas sobre un corzo que estaba muerto y totalmente devorado por los zorros. Su habilidad para resolver todo tipo de dificultades solo es comparable con su tenacidad.

A las 6 en punto me reunía con Juan y decidíamos darnos una vuelta para serenarnos y echar un ojo a algún otro corzo no fuera a ser… el caso es que no vimos ni rabo. La noche había estado húmeda con algún periodo de orbayo pero el día apuntaba más seco y cálido, así que a las 9 en punto ya estábamos en las inmediaciones del punto de búsqueda.

Mucha gente cree que la lluvia borra los rastros, cosa que es falsa. Claro está que un aguacero que dure largo tiempo arrastra hasta las piedras, pero una llovizna no sólo no es inconveniente sino que mejora las condiciones de búsqueda. Así pues, la situación era muy buena para empezar. Otra cosa muy temida es la antigüedad del rastro. En realidad casi cualquier perro puede tomar un rastro de 12 o 18 horas sin ninguna dificultad. Lo complicado es saber resolver las pistas falsas, los cambios y el paso por dificultades.

Runa en cuanto ve el collar y la correa de trabajo sabe a lo que va, así que iba como unas castañuelas por la veredita encharcada que nos condujo al prado. Allí le indiqué a Juan la trayectoria y directamente andando acerté a llegar a un punto donde el naranja de las plumas de mi flecha indicaba la posición del corzo, recogí la flecha y con ansia busqué la sangre. Nada. Una especie de nudo atenazó mi garganta. Repasé la flecha esta vez con un trozo de servilleta de papel blanco para comprobar la presencia de sangre; de nuevo nada. Mientras, Runa permanecía sentada con la nariz alta escrutando el aire. La llamé y la coloqué en el rastro y ella me devolvió el latido revelador: había sangre. En algún sitio, invisible a mis ojos había algo que ella reconocía como señal de la herida. Mis sentidos obtusos eran incapaces de encontrar el carmesí entre aquella inmensidad vegetal. Permití a Runa adentrarse en el monte por donde huyó el corzo con la esperanza de que la maleza fuera más condescendiente conmigo.

Andando el monte apreciábamos lo sobado que estaba del corzo. Sendas y trochas por todos lados. ¿Cuál habría escogido el corzo en su huida?¿Se habría ido la corza con él?¿Quién ladraba anoche? La perra dudó un instante y escogió claramente una de ellas, la dejé avanzar y tensé de la correa. Ella me contestó con firmeza ¡aquí va! con ese ladrido característico que hace al confirmar el rastro. Allí, sobre los frondes de un helecho había un par de gotas rojas, algo lavadas por el agua, testigos indiscutibles de que había hecho sangre. Mi gozo era indescriptible, dejé avanzar a la perra unos 100 metros más hasta que salimos a un cortafuegos. Allí volví a encontrar la sangre. Íbamos firmes en el rastro de 12 horas. La pedí a Juan el cuchillo y le dije de ir a por un rifle que yo iría avanzando. La perra llevaba el rastro sin dificultad. Las muestras de sangre eran escasas pero existir existían. El cortafuegos atravesó un camino y la perra resolvió con claridad el cruce que no fue recto sino en diagonal. El rastro seguía ahora por el costado derecho de la faja casi descubierta de vegetación con entradas y salidas a los bordes poblados de tojos y helechos.

Así llegamos a un segundo camino cubierto de arena en el que se distinguían con claridad las huellas de dos corzos. Se apreciaba que el paso era seguro en los dos y que no iban corriendo. Era con seguridad de la noche ya que la tarde anterior había pasado por allí y las huellas estaban por encima de las mías. El corzo iba acompañado de la hembra. Eso me iba a dar algún problema. Continuamos unos 200 metros más y la perra marcó un giro de 90º a la izquierda. Lo señalé con un trozo de papel y seguí. El rastro apuntaba a un apretado de acacias a la derecha y el matorral a la izquierda. La perra resolvió por el medio. Pronto vi que íbamos perdidos. Un jabalí se había cruzado con el rastro del corzo como me demostraba el barro filante que colgaba de la maleza. Volví hacia atrás y marqué la última sangre. Llamé a Juan y le indiqué por donde entrar. Le esperé hasta que llegó con el arma. Mandé a Runa seguir y sin mucha seguridad enfocamos un rastro. La perra iba pero no la veía con seguridad. Me daba la impresión de que buscaba y marcaba pero que no era la pieza. Además ya no había sangre alguna. Después de 200 metros reconsideré la cosa y volvimos por tercera vez al punto marcado. Ahora parecía que sí, el rastro se dirigía hacia el apretado de acacias. Le pedí Juan que tomase la correa y casi al tiempo vi desencamarse un corzo que corrió paralelo a nosotros y hacia detrás, en dirección al rastro que Runa había seguido antes. No pude encararme el arma y además no estaba seguro de que no fuera otro corzo. Por fin la perra llegó a la cama y allí estaba la sangre. ¡Era el corzo!. Casi con seguridad la corza se había escapado momentos antes, cuando cruzamos el rastro del jabalí y se marchó dejando al macho tumbado. Ahora él iba a intentar darnos un cambiazo.

Runa redobló su ímpetu, ahora íbamos sobre rastro fresco y sabíamos que ya no habría cambios. El corzo estaba marcado. El corzo tomó con decisión el mismo rastro que nosotros habíamos seguido anteriormente. Era seguro que la corza había huido por allí y fue lo que por un momento nos confundió. El rastro trazaba una especie de U amplia, mostrando el corzo la intención de regresar a su país. En esas estábamos cuando entre las ramas y troncos distinguimos a dos personajes que brillaban con sus chalecos reflectantes. Inicialmente pensé en la benemérita, pero pronto nos dimos cuenta que se trataba de un par de ancianos que acostumbran a pasear por el arcén de la N-634 y que al oir los latidos de Runa se adentraron en el monte para comprobar qué era aquello. A resultas de esta aparición el corzo optó por girar sobre sus pasos y lanzarse a cruzar la carretera.

El cruce lo hizo recto, señal de que iba apurado, dejando en la entrada una inequívoca mancha roja de sangre. Juan, Runa y yo cruzamos raudos y enfocamos el rastro que atravesaba un tramo espeso de maleza, afortunadamente en llano. Así fuimos unos centenares de metros hasta que el corzo saltó a una pista. Al fondo, junto a una plantación, el rastro moría misteriosamente. La perra que iba lanzada se frenó en seco y buscaba a izquierda y derecha, adelante y atrás sin resultado. ¡El corzo se había vuelto sobre sus pasos! Esto es algo que el corzo hace con frecuencia en las persecuciones y que el conductor y el perro deben saber resolver.

Cedimos un par de metros de trailla a Runa y la dejamos buscar. Se adentró en un apretado de tojos altos y en sus mismas narices explotó el corzo. Se había vuelto unos 20 metros hacia atrás, se había tumbado y nos había dejado pasar a no más de 4 metros de su encame sin mover ni una oreja. La perra redobló en sus latidos y empezamos una alocada carrera cuesta abajo por una fuerte pendiente poblada de pinos y malezas hasta llegar al fondo del arroyo de Ricante. El corzo iba dejando claramente gotas de sangre en este trayecto lo que animaba nuestro corazón. El animal llegó al río y por tres veces lo cruzó con intención de despistar a la perra. Runa, lejos de desanimarse se lanzaba con ímpetu a los pozos y peleaba con la corriente hasta salir en al otra orilla para latir con fuerza ¡aquí va! De cuando en cuando encontrábamos gotas que nos confirmaban que no íbamos perdidos. Entonces el corzo optó por tomar de nuevo la cuesta arriba. Al hacerlo dejaba caer sangre que resultaba de un color rojo vivo, -demasiado vivo pensé yo para mis adentros; esto me suena a tajazo en la piel- lo que casi nos permitía seguirlo con la vista.

El corzo cruzó su propio rastro en otro intento de confundir a la perra pero esta ya no dudaba ni por un instante. Llegamos de nuevo al llano que había atravesado longitudinalmente y ahora lo cortábamos por el medio. El corzo atravesó un prado a unos 40 metros de donde se había encamado. Estaba claro que conocía el sitio.

Ahora llegamos a otra dificultad: un pinar rozado, limpio, sin una hierba. El rastro en la maleza es más fácil ya que al olor de las glándulas interdigitales y a la sangre se unen otros muchos que ayudan a seguirlo. Aquí la perra se serenó y con la nariz pegada al suelo iba piano pianito marcando la huida de la pieza. De cuando en cuando veíamos las acículas movidas, señal de un salto apresurado. Finalmente entramos de nuevo al monte y otra gota de sangre confirmaba una vez más lo correcto del trabajo de la perra. De nuevo la maleza nos envolvía. El rastro tomaba dirección norte hasta atravesar, ¡qué cosas! el campo de entrenamiento de tiro con arco, vacío en ese momento, para alcanzar un camino de tierra. Este campo está flanqueado de montes y prados y los corzos y jabalíes andan un día sí y otro también entre los petos. Respetuosos que somos.

El corzo al llegar al camino no lo cruzó sino que optó por correr por él unos metros. En la arena la sangre desaparecía pero aún así la perra fue capaz de resolver y encontrar unos 30 metros más adelante la entrada a una gran finca llena de hierba alta.

Las continuas lluvias que hemos tenido desde abril hasta hoy mismo han ocasionado un enorme crecimiento de la hierba que los ganaderos producen para su ganado, y la humedad de las fincas ha impedido la siega. Su altura supera con mucho el metro o metro y medio. En este mar verde nadaba Runa en pos del corzo. Yo intentaba a duras penas intentar atisbar en aquella inmensidad la carrera del corzo, pero nada. Sí veíamos la hierba tumbada a su paso y de cuando en cuando una reveladora mancha carmesí. Así anduvimos nuestros buenos 600 ó 700 metros en diagonal a la finca. Era claro que el corzo buscaba alcanzar de nuevo el bosque para burlarnos.

Poco a poco llegamos al borde de la pradera y para nuestra sorpresa el corzo no abandonaba el prado sino que seguía en dirección norte. Así, cuando faltaban 100 metros para su fin, de pronto, como por magia, el rastro de evaporaba. Unas gotas de sangre eran testigos de que no íbamos mal, pero de nuevo el corzo nos intentaba burlar. A estas alturas –eran las 12,30- Runa ya mostraba evidentes signos de fatiga. Se tumbaba y tenía dificultades para resolver esta nueva situación. Volvimos hacia atrás y nada. Finalmente, dado el cansancio de la perra y que yo debía acercarme a una feria de ganado sin falta, optamos por suspender momentáneamente la persecución.

Runa hizo el regreso en mis brazos. Se lo había ganado.

Corzo tocado pero no hundido (1) por Gerardo


Gerardo Pajares una vez más, comparte este fántastico relato con todos nosotros. Muchas gracias y que lo disfruteís.


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Desde hace algunos años estoy envenenado por la caza con arco. Este instrumento en apariencia simple entraña el último desafío de un cazador. Digo en apariencia porque cualquiera que se acerque a este mundo de la cuerda y la flecha pronto descubrirá lo complejo del material, lo discutido que es todo, la importancia de la técnica, en fin que se cazar se convierte una paranoia en que los medios son tanto como el fin. De todos modos hay algunas cosas que resultan insustituibles: una enorme dosis de afición y otra de humildad. Ponerse a distancia de tiro de una pieza y acertar exige mucho tiempo, grandes cantidades de paciencia y por qué no de cabezonería.

El caso es que después de haber cazado algún jabalí y fauna menor necesitaba pasar la reválida del corzo. Dos temporadas tras las corzas y una tras los corzos, totalmente en blanco, me habían enseñado que el corzo era una presa sumamente complicada para la lentitud de una flecha. Aproximarse muy complicado, cuando cerca imposible abrir el arco, y cuando lo habías conseguido esquivaban la flecha con facilidad. Todo un reto el corzo.

Así las cosas el tema no pintaba fácil. De todos modos tras un par de buenos ejemplares cazados en la temporada me había prometido dejar el rifle de lado e intentar centrarme en el arco, aún a riesgo de malgastar algún permiso. La ocasión surgió cuando los guardas me llamaron para sugerirme “un cambio de fechas” en mi permiso anual en Valdés. Supongo que la lluvia insidiosa que no cesaba desde hacía dos meses no invitaba a que algún cazador forastero lo intentase, así que me animé a ello. Se designó a Juan como mi guarda acompañante y fijamos la salida.

El sábado de madrugada nos dimos una vuelta por el campo sin ver nada de interés. Aproveché para ver como andaba la cosa con el reclamo y comprobé una vez más que funcionaba demasiado bien, tanto con corzas como con raposos. Aproveché para tomar unas fotos de plantas y flores de las que el campo se ha llenado con tanta lluvia. Charlando sobre corzos y caza le pregunté a Juan por los corzos que estaban saliendo en un punto concreto del coto. Se trata de un lugar complicado de cazar, una especie de isla que está limitada por la Autovía del Cantábrico, la N-634, la rotonda de enlace y el río de Ricante. Se trata de un monte tachonado por tres praderas de algo menos de una hectárea cada una, con alguna mancha de acacia australiana, algunos castaños, mucho tojo y pinos. Los corzos de este monte atraviesan de forma regular la N-634 habiendo producido innumerables colisiones. El guarda me indicó que estaba viendo un vareto y un macho raro con algunas corzas. Era un horquillón, pero Juan afirmaba que era un corzo adulto y que podía gustarme, pero que en todo caso a uno de los dos habría que quitar de en medio o se lo llevaría la carretera.


Inicialmente deseché la idea de intentarlo y nos fuimos para la Sierra de Argumoso buscando entre las plantaciones de pino y rozas a ver si le echábamos un ojo a algún corzo, pero la suerte no nos acompañó, así que siendo cerca de las 13.00 nos emplazamos para hablar por la tarde.

El caso es que en torno a las 18.00 se produjo una fuerte tormenta con aparato eléctrico y se abrió el cielo jarreando de lo lindo. Llamé a Juan y decidimos dejarlo para otra ocasión, la cosa no pintaba bien. Pero hacia las 20.00 la tarde cambió y fue mi esposa la que me animó a intentarlo. La ventaja es que mi desplazamiento para cazar no llegaba a los 2 km. Llamé a Juan y me largué al monte. Me retrepé en la serrezuela que hay encima de casa con el fin de atisbar los movimientos de algún corzo que saliera al claro, pero nada. Ni uno. Esto de mitad de mayo lo hace complicado y el mar de hierba que llena nuestros campos lo complica aún más..

Decidí entonces que a lo mejor la idea de echarle un vistazo a los corzos del monte isla no era mala idea. Dicho y hecho. En una hora y pico anochecía así que no había dudas. En ese momento el viento picaba del NE así que tomé el monte desde el W y por una senda fui recorriéndolo, asomándome despacio a los claros y escrutando cada rincón. El suelo estaba húmedo y la vegetación me calaba la ropa al andar. La tranquilidad solo era rota por el incesante ronroneo de los vehículos que por una y otra vía me rodeaban. Desde luego esta no es la idea de un bosque pristino, pero qué le iba a hacer.

Al llegar al extremo del monte y al asomarme a una pradera noté claramente la brisa en la nuca. En viento rolaba a W. Tiempo perdido. De todos modos pensé que era bueno volver, pero no sobre mis pasos sino dando un rodeo que en otra ocasión me había puesto a tiro de una corza a la que fallé a placer en mi primera temporada en serio con el arco tras las hembras de la especie.

El monte me calaba y los helechos, con más de 2 metros de altura y desarrollando una maraña de frondes que pronto alcanzarán los 2,5 metros entorpecían mi caminar por el interior del monte. Ahora no había camino ni senda, quizás una veredita de los corzos apenas perceptible entre la maraña de tojos, zarzas y ramas. Era imposible no hacer ruido y avanzaba con poca fe. Seguro que todos los corzos de la parroquia me había oído.

Al ir llegando al final del monte opté por caminar por una zanja que me ocultaba algo más. Iba llena de agua y me mojaría aún más de lo que ya iba pero amortiguaría el barullo que llevaba. Cuando calculé que iba a salir a la primera pradera me retrepé sobre la pared de la trinchera para echar un ojo y pude ver con claridad un corzo que me miraba con atención desde el centro de la finca. ¡Mierda! Me dije para los adentros. Medí: 89 metros. Me quedé petrificado tras un grueso pino. No llevaba los prismáticos, ya que había optado por ir tan solo con el medidor de distancias, pero sí había visto que era un macho. Despacio me asomé para ver que el corzo seguía atento y que a su izquierda estaba, tan pendiente como él, una corza. ¡Puñetas! Pero tenía que intentarlo. Me tiré al suelo y avancé gateando un tramo de monte, hasta que logré ganar un talud que me dejaba caer en el camino que conducía a la parcela de prado. Me deslicé vientre en tierra sobre el talud y una vez abajo recogí el arco. Por fortuna un pequeño sauce abrigó este movimiento, el mismo que precisamente año y medio antes había desviado mi flecha cuando buscaba el pecho de una corza que se apacentaba en esa misma pradera.

Una vez en la pista, y habiendo recuperado la compostura, me escondí entre las ramas del salgueiro y esperé a que los corzos tomasen una determinación. Ellos seguían alerta. Pasados unos 15 minutos de tensión parecieron relajarse y se dedicaron a mordisquear las hierbas circundantes. Aproveché para echar un vistazo mejor y medir la distancia. La hembra estaba a 53 metros y el macho algo más cerca pero la hierba alta me falseaba la lectura. Lo que sí comprobé es que se trataba del vareto. En ese momento estuve a punto de renunciar ya que claramente no era mi objetivo gastar un permiso en un juvenil, pero por otra parte, si no lo cazaba yo, probablemente acabase muerto en la carretera. Mientras, el corzo se tranquilizaba más y más, si bien alternaba su careo con alguna observación desconfiada en mi dirección.

El reto era grande, se trataba de intentar aproximarse a menos de 30 metros de dos corzos. El corzo es sin dudas una de las especies más complicadas para el arco. Está defendiéndose de forma continua, y dos corzos a la vez se defienden más del doble. Por otra parte, si fallaba en el intento tampoco perdía nada, así que decidí probar suerte. Poco a poco, arrastrándome entre el agua que corría como un arroyo por entre las rodadas de los tractores, me fui acercando hasta la entrada de la finca. Me protegía lo que quedaba de una “sebe” (seto natural que protege a las fincas en Asturias). Iba echando el arco por delante y yo a rastras por detrás. Me llevó mis buenos 15 minutos andar unos 10 metros. Así conseguí aproximarme a la entrada, momento crítico en el que me debía descarar. Lo hice tumbado procurando no ofrecer ningún perfil humano. La hierba alta no me permitía ver bien pero ponerme de pie hubiera ocasionado la huida. Desde esa posición controlé sus movimientos hasta que por fortuna la corza anduvo unos pasos hacia la izquierda seguida por el macho, lo que me permitió avanzar otros 2 metros y ganar el abrigo de unas salgueiras que franqueaban la entrada. De rodillas me fui metiendo en la finca, bien pegado al borde, tapándome con las hierbas y alguna rama que se convertía en mi cómplice. A estas alturas mi ropa no podía ya con más agua. Saqué el medidor y vi que la hembra me marcaba 30 metros. Ya estaba en rango de disparo, pero el macho estaba literalmente nadando en un mar de hierba que tan solo me ofrecía un recorte de la silueta del lomo. El medidor me devolvía lecturas erróneas. La luz iba a francamente menos. Mi ánimo estaba sereno, si no disparaba no pasaba nada y había sido capaz de franquear unas cuantas dificultades sin espantar a estos corzos.

De pronto el macho decidió salir del sitio donde estaba y se desplazó unos pasos hacia mi derecha. Sin pensarlo y estando de rodillas tensé el arco y sentí el botón de boca en su sitio. Me di cuenta de que no era capaz de distinguir el peep pero asumí que mi anclaje era correcto. Escogí el pin que uso a 25 metros, apunté al pecho lo más bajo que pude (la hierba me tapaba 1/3 del corzo) tiré de la espalda y la flecha voló perfectamente recta a su objetivo. La vi, quizás algo más baja de lo que pensaba, dirigirse al pecho del corzo que a mi suelta había levantado la cabeza. Viví este instante a una velocidad lentísima de modo que soy capaz de recordar como sucesos separados todas y cada una de las milésimas de segundo que siguieron. Vi como la flecha se enterraba en el mar de hierba a la vez que el corzo desaparecía, escuché claramente un “Poc” seco, como suenan las dianas, y el corzo que no se incorporaba. Mi cerebro me devolvía ¡Está pegado! ¡Se ha quedado en el sitio! Pero al momento veía como el corzo se rehacía y corría de un modo extraño, encogido, como doliéndose. De mi experiencia de cazador sé que debo guiarme por esa primera impresión. Estaba seguro, le había tocado, ¿pero donde?

De forma precipitada y siendo casi de noche me fui al tiro, por ver si veía la flecha o sangre, pero nada. Desde el monte un montón de ladridos me saludaron. La corza había corrido tras el corzo al monte y no sabía seguro quién ladraba. Lo que sí escuché es que las piezas se iban en dirección E. Lo registré mentalmente pensando en el cobro. Regresé al coche cavilando sobre lo ocurrido, la noche iba a ser inquieta pensando en el cobro. A veces me imaginaba el corzo agonizando a escasos metros del borde del prado y en otras lo veía saltando y ladrando incólume. Runa tendría la última palabra.