
Runa de Vilarvello es un perra que tiene ya 8 años. Desde el principio demostró desprecio por el dolor y por el monte fragoso, no temiendo ni al tojo, ni al jabalí, ni al agua. Sus 9 kg son de puro corazón cazador. Con ella he llegado a realizar cobros impensables para la mayoría, en distancias y en antigüedad del rastro. Su record es hasta ahora un rastro de 84 horas sobre un corzo que estaba muerto y totalmente devorado por los zorros. Su habilidad para resolver todo tipo de dificultades solo es comparable con su tenacidad.
A las 6 en punto me reunía con Juan y decidíamos darnos una vuelta para serenarnos y echar un ojo a algún otro corzo no fuera a ser… el caso es que no vimos ni rabo. La noche había estado húmeda con algún periodo de orbayo pero el día apuntaba más seco y cálido, así que a las 9 en punto ya estábamos en las inmediaciones del punto de búsqueda.
Mucha gente cree que la lluvia borra los rastros, cosa que es falsa. Claro está que un aguacero que dure largo tiempo arrastra hasta las piedras, pero una llovizna no sólo no es inconveniente sino que mejora las condiciones de búsqueda. Así pues, la situación era muy buena para empezar. Otra cosa muy temida es la antigüedad del rastro. En realidad casi cualquier perro puede tomar un rastro de 12 o 18 horas sin ninguna dificultad. Lo complicado es saber resolver las pistas falsas, los cambios y el paso por dificultades.

Andando el monte apreciábamos lo sobado que estaba del corzo. Sendas y trochas por todos lados. ¿Cuál habría escogido el corzo en su huida?¿Se habría ido la corza con él?¿Quién ladraba anoche? La perra dudó un instante y escogió claramente una de ellas, la dejé avanzar y tensé de la correa. Ella me contestó con firmeza ¡aquí va! con ese ladrido característico que hace al confirmar el rastro. Allí, sobre los frondes de un helecho había un par de gotas rojas, algo lavadas por el agua, testigos indiscutibles de que había hecho sangre. Mi gozo era indescriptible, dejé avanzar a la perra unos 100 metros más hasta que salimos a un cortafuegos. Allí volví a encontrar la sangre. Íbamos firmes en el rastro de 12 horas. La pedí a Juan el cuchillo y le dije de ir a por un rifle que yo iría avanzando. La perra llevaba el rastro sin dificultad. Las muestras de sangre eran escasas pero existir existían. El cortafuegos atravesó un camino y la perra resolvió con claridad el cruce que no fue recto sino en diagonal. El rastro seguía ahora por el costado derecho de la faja casi descubierta de vegetación con entradas y salidas a los bordes poblados de tojos y helechos.

Runa redobló su ímpetu, ahora íbamos sobre rastro fresco y sabíamos que ya no habría cambios. El corzo estaba marcado. El corzo tomó con decisión el mismo rastro que nosotros habíamos seguido anteriormente. Era seguro que la corza había huido por allí y fue lo que por un momento nos confundió. El rastro trazaba una especie de U amplia, mostrando el corzo la intención de regresar a su país. En esas estábamos cuando entre las ramas y troncos distinguimos a dos personajes que brillaban con sus chalecos reflectantes. Inicialmente pensé en la benemérita, pero pronto nos dimos cuenta que se trataba de un par de ancianos que acostumbran a pasear por el arcén de la N-634 y que al oir los latidos de Runa se adentraron en el monte para comprobar qué era aquello. A resultas de esta aparición el corzo optó por girar sobre sus pasos y lanzarse a cruzar la carretera.

Cedimos un par de metros de trailla a Runa y la dejamos buscar. Se adentró en un apretado de tojos altos y en sus mismas narices explotó el corzo. Se había vuelto unos 20 metros hacia atrás, se había tumbado y nos había dejado pasar a no más de 4 metros de su encame sin mover ni una oreja. La perra redobló en sus latidos y empezamos una alocada carrera cuesta abajo por una fuerte pendiente poblada de pinos y malezas hasta llegar al fondo del arroyo de Ricante. El corzo iba dejando claramente gotas de sangre en este trayecto lo que animaba nuestro corazón. El animal llegó al río y por tres veces lo cruzó con intención de despistar a la perra. Runa, lejos de desanimarse se lanzaba con ímpetu a los pozos y peleaba con la corriente hasta salir en al otra orilla para latir con fuerza ¡aquí va! De cuando en cuando encontrábamos gotas que nos confirmaban que no íbamos perdidos. Entonces el corzo optó por tomar de nuevo la cuesta arriba. Al hacerlo dejaba caer sangre que resultaba de un color rojo vivo, -demasiado vivo pensé yo para mis adentros; esto me suena a tajazo en la piel- lo que casi nos permitía seguirlo con la vista.
El corzo cruzó su propio rastro en otro intento de confundir a la perra pero esta ya no dudaba ni por un instante. Llegamos de nuevo al llano que había atravesado longitudinalmente y ahora lo cortábamos por el medio. El corzo atravesó un prado a unos 40 metros de donde se había encamado. Estaba claro que conocía el sitio.

El corzo al llegar al camino no lo cruzó sino que optó por correr por él unos metros. En la arena la sangre desaparecía pero aún así la perra fue capaz de resolver y encontrar unos 30 metros más adelante la entrada a una gran finca llena de hierba alta.

Poco a poco llegamos al borde de la pradera y para nuestra sorpresa el corzo no abandonaba el prado sino que seguía en dirección norte. Así, cuando faltaban 100 metros para su fin, de pronto, como por magia, el rastro de evaporaba. Unas gotas de sangre eran testigos de que no íbamos mal, pero de nuevo el corzo nos intentaba burlar. A estas alturas –eran las 12,30- Runa ya mostraba evidentes signos de fatiga. Se tumbaba y tenía dificultades para resolver esta nueva situación. Volvimos hacia atrás y nada. Finalmente, dado el cansancio de la perra y que yo debía acercarme a una feria de ganado sin falta, optamos por suspender momentáneamente la persecución.
Runa hizo el regreso en mis brazos. Se lo había ganado.
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