Rápidamente con la navaja corte por aquí y por allí unas ramas, unos helechos, saqué una tela de camuflaje de esas que llevas por si acaso. Me senté en la funda de cuero de mis prismáticos e inicié la espera.
El viento del norte cortaba. El termómetro señalaba 0ºC pero la sensación era de mucho menos. Estaba suficientemente abrigado con mi camiseta térmica, el polar y la parca. Mis viejos pantalones forrados protegían mis piernas. El problema eran los pies; había escogido unas silenciosas botas de caucho que empleo en los recechos y me estaban pasando factura. No podría aguantar mucho. Esperaba que el cochino acudiese temprano a la cita.
Las ramas de los pinos y eucaliptos no paraban de moverse al inconstante ritmo del viento. Me preocupaba el posible revoque, que vigilaba con el seno del lienzo de camuflaje. Salvo una sorpresa no debería airear.
Durante estas semanas estuve dudando el arco a emplear. Aquella mañana lo había tenido claro; sería el recurvo. Su agilidad, su potencia y mi actual nivel de precisión me permitía pensar en atreverme. Si iba a tirar a unos 8 metros quizás fuera mejo algo rápido de abrir y soltar. Se me venían a la memoria algunos chascos con el arco de poleas a esas distancias en que abrir, anclar, apuntar y soltar era un mundo y un gesto brusco que había delatado mis posición a jabalíes a distancias cortas.
Reconozco que me apasiona acercarme, sentir casi el calor de las presas. Creo tener una amplia experiencia de cazador. He cazado en la alta montaña, en las llanuras y en grandes praderas. Sé que las piezas se abaten a grandes distancias y que además al hacerlo se suele tirar más tranquilo si confías en tu arma y en tu destreza. A pesar de ello sigo buscando el contacto, la caza a bayoneta calada. Esa era y es mi opción y confiaba en el recurvo.
Sin embargo... siempre hay un momento de duda, un pero, me dio por pensar en lo inconstante del clima, en los caprichos de la nortada, en que se nublase la luna, en que el puesto no fuese en adecuado, así que en el último momento tomé el arco de poleas.
Se trata de un anciano arco de la marca Hoyt modelo irreconocible, reconvertido, pintado y adaptado a mi complexión. Tengo que aclarar que soy más bien grande, sobre todo con bastante envergadura de hombros y brazos y que abro 32,5”. Eso me hace, que dado que tiro sin disparador, casi ningún arco de los modernos se adapte a mis condiciones. Este viejo arco, pesado, largo y algo aparatoso es sin embargo preciso y muy silencioso. Lo tengo puesto a 70# y confío bastante en él. Los fallos están por detrás del arco.
Apresuradamente la había colocado un led de luz azul para ver los pines y le adapté una linterna para por si acaso. Y con 4 flechas salí de casa. Tuve la prudencia de colocar en una de las flechas una Razorcap de 125gr que a la postre fue un enorme acierto. El resto eran Magnus de 2 hojas bien afliladas.
El viento soplaba firme, sin arreciar, pero sostenido del nordeste. Lo sentía perfectamente mientras iba pasando el tiempo en ese momento de paz que solemos encontrar en la soledad del monte.
Tenía que pensar en algo para olvidar el frío que atenazaba mis pies… ¡la redacción de mi hija! Eso era… Todos los padres asumimos en ocasiones las tareas de nuestros hijos. Recuerdo a mi padre a bordo de su vieja Olivetti escribiéndome trabajos para el colegio. Ahora me tocaba a mí, si bien se trataba tan sólo de sugerir una idea algo original para una redacción. Tenía que imaginar una historia. A mi alrededor el murmullo de viento, el entrechocar de las hojas, la póstuma caída del vestido raído del bosque me dio la pista: “el niño que se hizo árbol”. Me veía a mi estático, mecido por el viento, petrificado, indiferenciado, del color de todo lo demás y pensé que eso en la vida a veces es una actitud. Quizás era una buena idea. Consulté el reloj. Las 18:45.
Las primeras sombras de la luz de la luna se proyectaron frente a mí. El cielo, con su firmamento despejado lucía una luna que alumbraba mi escondite. La zona del cebadero estaba en penumbra. Comprobé por enésima vez la flecha, los posibles tropiezos, memoricé todos los movimientos y gestos: encender el led, elevar el arco sin girar, abrir, anclar, presionar la empuñadura, apuntar… me ponía nervioso.
El aire seguía firme en su derrotero. Me concentro de nuevo en la historia. Sí definitivamente el ser árbol es una actitud y creo que no muy positiva. Prefiero ser azor o búho, no sé, árbol no. Quizás un torcecuellos que se viste de árbol y con ello acecha a su presa.
De pronto, entre dos rachas de viento, distingo dos pasos. Breves, furtivos. Silencio. Se me ha cortado la respiración. Escruto sin girar el rostro. Ha sido a mi izquierda, junto al punto donde había situado el primer puesto. Levemente giro la cabeza, mientras me encojo intentando dar cualquier reflejo. No lo veo. Lo siento.
Dos pasos más. Nada. No resopla. Es cauto. Recela del cebadero. Eso es buena señal ya que si fuera un primalón o una hembra con crías entrarían en tropel, atropelladamente. Prefiero un encuentro de tu a tu.
Tras un lapso que se me antojó enorme, conteniendo mi corazón y mi respiración agitada, escucho una entrada más firme. Distingo entre la maleza el lomo, las cerdas crespas del jabalí. Está en la penumbra, a unos 10 metros. Ya le oigo respirar. Se aproxima a las piedras, las olfatea y abandona. ¿Qué sucede? Me pregunto, ¿Qué ha barruntado? Tras un trotecillo de unos metros y sin un resoplido veo que gira en dirección a la baña. Ahora sí que está a la luz de la luna.
Me encuentro petrificado. El jabalí me perece grande, no como aquel “búfalo” de junio, pero grande. Está ahora a 8 metros parado; parece pensar que hacer. Finalmente decide darse un baño. Seis pasos, quizá 7. Oigo el agua que tiene y el regocijo con que introduce la jeta en el barro. Tengo que decidir. ¿Entrará al cebadero u optará por seguir su ruta? Qué hacer…
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