Nuestro amigo Gerardo Pajares nos ha enviado este bonito relato. ¡Muchas gracias! Que lo disfruteis..
Regresé al coche y cogí unas pequeñas bolsas de maíz; ahora veríamos su querencia, por donde entraban y salían.
Añadía una mezcla de maíz y cebada, las tapaba con piedras, helechos y palos. Cada día estaba todo desarmado, pero curiosamente la bañera sin tocar…
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Tenía una cuenta pendiente. Desde el verano había hecho salidas inconstantes a los jabalíes sin ninguna fortuna, intentando más bien un encuentro fortuito. Lo cierto es que había concentrado mis energías en otros frentes. Le buscaba las vueltas a unas corzas y me ganaron la partida. Supongo que con el corzo no caben muchas dudas, si abres es para soltar y si no mejor quedarse quieto. Muchas tardes me consumieron entre viajes caminatas esperas, asomadas, etc. En dos ocasiones tuve oportunidad de efectuar un disparo con posibilidades de éxito y las dos las pifié.
Hace unas semanas, un domingo temprano, tomé uno de mis teckels y salí a dar una vuelta a un monte en que me aseguraron no había jabalí. ¡Qué poco mira la gente el monte señor mío! Al poco de llegar vi una baña totalmente desarmada por lo que parecía un regimiento de jabalíes. La perra empezó a señalar el rastro. Cruzamos un río que venía bastante crecido -¡qué valiente es la perra, no duda en tirarse a la corriente desgañitándose a latir!- y vi que la otra orilla no es que estuviese andada, ¡es que estaba arada! Durante semanas los cochinos debían haber tomado esa ruta. La perra seguía señalando inequívocamente el rastro. Llegué a unos castaños con todo revuelto. Los jabalíes se habían dado un festín de órdago durante semanas. Las huellas conducían a un espeso matorral de tojos; era claramente un rastro de encame. Prudentemente retiré la perra. Seguramente la piara no estaba lejos.
La vuelta fue bastante accidentada ya que el terreno, plagado de rocas, musgo, zarzas y demás no me ponía las cosas fáciles, además la perra a cada poco quería volver al rastro sabedora de la proximidad de los jabalíes.
Antes de irme al coche di una vuelta más amplia y comprobé que había otras bañas tomadas. Estimé que la primera me era muy poco favorable por estar en una reolla y que el aire revocaría fácilmente. Además el sonido del río me restaría posibilidades. Me centré pues en las otras dos.
Regresé al coche y cogí unas pequeñas bolsas de maíz; ahora veríamos su querencia, por donde entraban y salían.
El resultado fue desalentador. Las continuas lluvias y posiblemente la perra hicieron que los jabalíes desapareciesen. El maíz sólo mermaba por la acción de los ratones pero los jabalíes no hacían acto de presencia.
Nota: estas fotos se hicieron en verano.
Una semana después regresé con idea de echar un ojo. Mi sorpresa fue ver una nueva baña o más bien un revolcón en un charco de una pista. Era un jabalí solitario. Corrí a ver los cebos y vi que uno estaba claramente tocado. El otro seguía allí. Así pues, me centré en el primero.
Durante un par de semanas, día sí y día no, acudía tras un viajecito a mi cebadero. La baña se sitúa a unos 15 metros, y en su entorno hay más de 10 pinos con claras señales de haber sido rascaderas durante generaciones.
Añadía una mezcla de maíz y cebada, las tapaba con piedras, helechos y palos. Cada día estaba todo desarmado, pero curiosamente la bañera sin tocar…
Por las señales la entrada era errática, supongo que entraba muy desconfiado buscando el aire de cada vez. Me devanaba los sesos intentando saber qué posición escoger.
No utilizo un tree stand que me hubiera puesto fácil la decisión, sino que optaba por tirar desde el suelo. Cosa del miedo a pegarme un "stagazo". Me juré que antes de Navidad, unos días antes de la luna llena sería el encuentro.
Pero las nubes y el mal tiempo iban ensombreciendo el panorama. Casi tres meses de lluvia continua me empezaban a desesperar. Pero el viernes amaneció despejado. Se acercaba el momento. Con casi más de media luna el viernes se tornó nuboso fruto de una brisa del norte frustrando la salida. El cebadero estaba claramente sobado. Empecé a esparcir maíz alrededor y el jabalí lo buscaba con saña. Me daba la sensación de que allí acudían más cochinos que uno, pero no podría jurarlo.
Monté ramas en los pasos para ver si había un patrón de entradas y salidas. Nada, cada vez de una forma. Esto me ponía de los nervios.
Por fin el domingo, con un día de helada, cebé bien de mañana y preparé el puesto. El jabalí había acudido al cebo y a la baña. ¡Esa noche iba a ser! Despejé de ramas y hojas, desdibujé mi perfil con ramas y helechos. El tiradero estaba a menos de 10 metros, mi puesto algo en alto. Esperaba impaciente a la noche.
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