Las noches del cazador de corazón están adobadas de vigilias. ¡Cuántas noches habré pasado de claro en claro a la espera del alba, bien por la emoción del porvenir o por la incertidumbre de un yerro! Esta no iba a ser distinta. En mi cabeza se amontonaban los instantes que rodearon al lance. Una y otra vez analizaba el vuelo de la flecha, el sonido del impacto, el gesto extraño del corzo, la ausencia de sangre. Tardé en conciliar el sueño y a las 5 en punto estaba afeitándome y a las 5,30 recogía de la perrera a Runa. Le había dado vueltas al asunto durante la noche y finalmente me decidí, una vez más, por la experiencia de esta teckel de pelo duro que tantas satisfacciones me ha dado. En el canil se quedaban llorando Trasto, Senda y Lula, ansiosos de acompañarme. Esta vez no iba a ser.
Runa de Vilarvello es un perra que tiene ya 8 años. Desde el principio demostró desprecio por el dolor y por el monte fragoso, no temiendo ni al tojo, ni al jabalí, ni al agua. Sus 9 kg son de puro corazón cazador. Con ella he llegado a realizar cobros impensables para la mayoría, en distancias y en antigüedad del rastro. Su record es hasta ahora un rastro de 84 horas sobre un corzo que estaba muerto y totalmente devorado por los zorros. Su habilidad para resolver todo tipo de dificultades solo es comparable con su tenacidad.
A las 6 en punto me reunía con Juan y decidíamos darnos una vuelta para serenarnos y echar un ojo a algún otro corzo no fuera a ser… el caso es que no vimos ni rabo. La noche había estado húmeda con algún periodo de orbayo pero el día apuntaba más seco y cálido, así que a las 9 en punto ya estábamos en las inmediaciones del punto de búsqueda.
Mucha gente cree que la lluvia borra los rastros, cosa que es falsa. Claro está que un aguacero que dure largo tiempo arrastra hasta las piedras, pero una llovizna no sólo no es inconveniente sino que mejora las condiciones de búsqueda. Así pues, la situación era muy buena para empezar. Otra cosa muy temida es la antigüedad del rastro. En realidad casi cualquier perro puede tomar un rastro de 12 o 18 horas sin ninguna dificultad. Lo complicado es saber resolver las pistas falsas, los cambios y el paso por dificultades.
Runa en cuanto ve el collar y la correa de trabajo sabe a lo que va, así que iba como unas castañuelas por la veredita encharcada que nos condujo al prado. Allí le indiqué a Juan la trayectoria y directamente andando acerté a llegar a un punto donde el naranja de las plumas de mi flecha indicaba la posición del corzo, recogí la flecha y con ansia busqué la sangre. Nada. Una especie de nudo atenazó mi garganta. Repasé la flecha esta vez con un trozo de servilleta de papel blanco para comprobar la presencia de sangre; de nuevo nada. Mientras, Runa permanecía sentada con la nariz alta escrutando el aire. La llamé y la coloqué en el rastro y ella me devolvió el latido revelador: había sangre. En algún sitio, invisible a mis ojos había algo que ella reconocía como señal de la herida. Mis sentidos obtusos eran incapaces de encontrar el carmesí entre aquella inmensidad vegetal. Permití a Runa adentrarse en el monte por donde huyó el corzo con la esperanza de que la maleza fuera más condescendiente conmigo.
Andando el monte apreciábamos lo sobado que estaba del corzo. Sendas y trochas por todos lados. ¿Cuál habría escogido el corzo en su huida?¿Se habría ido la corza con él?¿Quién ladraba anoche? La perra dudó un instante y escogió claramente una de ellas, la dejé avanzar y tensé de la correa. Ella me contestó con firmeza ¡aquí va! con ese ladrido característico que hace al confirmar el rastro. Allí, sobre los frondes de un helecho había un par de gotas rojas, algo lavadas por el agua, testigos indiscutibles de que había hecho sangre. Mi gozo era indescriptible, dejé avanzar a la perra unos 100 metros más hasta que salimos a un cortafuegos. Allí volví a encontrar la sangre. Íbamos firmes en el rastro de 12 horas. La pedí a Juan el cuchillo y le dije de ir a por un rifle que yo iría avanzando. La perra llevaba el rastro sin dificultad. Las muestras de sangre eran escasas pero existir existían. El cortafuegos atravesó un camino y la perra resolvió con claridad el cruce que no fue recto sino en diagonal. El rastro seguía ahora por el costado derecho de la faja casi descubierta de vegetación con entradas y salidas a los bordes poblados de tojos y helechos.
Así llegamos a un segundo camino cubierto de arena en el que se distinguían con claridad las huellas de dos corzos. Se apreciaba que el paso era seguro en los dos y que no iban corriendo. Era con seguridad de la noche ya que la tarde anterior había pasado por allí y las huellas estaban por encima de las mías. El corzo iba acompañado de la hembra. Eso me iba a dar algún problema. Continuamos unos 200 metros más y la perra marcó un giro de 90º a la izquierda. Lo señalé con un trozo de papel y seguí. El rastro apuntaba a un apretado de acacias a la derecha y el matorral a la izquierda. La perra resolvió por el medio. Pronto vi que íbamos perdidos. Un jabalí se había cruzado con el rastro del corzo como me demostraba el barro filante que colgaba de la maleza. Volví hacia atrás y marqué la última sangre. Llamé a Juan y le indiqué por donde entrar. Le esperé hasta que llegó con el arma. Mandé a Runa seguir y sin mucha seguridad enfocamos un rastro. La perra iba pero no la veía con seguridad. Me daba la impresión de que buscaba y marcaba pero que no era la pieza. Además ya no había sangre alguna. Después de 200 metros reconsideré la cosa y volvimos por tercera vez al punto marcado. Ahora parecía que sí, el rastro se dirigía hacia el apretado de acacias. Le pedí Juan que tomase la correa y casi al tiempo vi desencamarse un corzo que corrió paralelo a nosotros y hacia detrás, en dirección al rastro que Runa había seguido antes. No pude encararme el arma y además no estaba seguro de que no fuera otro corzo. Por fin la perra llegó a la cama y allí estaba la sangre. ¡Era el corzo!. Casi con seguridad la corza se había escapado momentos antes, cuando cruzamos el rastro del jabalí y se marchó dejando al macho tumbado. Ahora él iba a intentar darnos un cambiazo.
Runa redobló su ímpetu, ahora íbamos sobre rastro fresco y sabíamos que ya no habría cambios. El corzo estaba marcado. El corzo tomó con decisión el mismo rastro que nosotros habíamos seguido anteriormente. Era seguro que la corza había huido por allí y fue lo que por un momento nos confundió. El rastro trazaba una especie de U amplia, mostrando el corzo la intención de regresar a su país. En esas estábamos cuando entre las ramas y troncos distinguimos a dos personajes que brillaban con sus chalecos reflectantes. Inicialmente pensé en la benemérita, pero pronto nos dimos cuenta que se trataba de un par de ancianos que acostumbran a pasear por el arcén de la N-634 y que al oir los latidos de Runa se adentraron en el monte para comprobar qué era aquello. A resultas de esta aparición el corzo optó por girar sobre sus pasos y lanzarse a cruzar la carretera.
El cruce lo hizo recto, señal de que iba apurado, dejando en la entrada una inequívoca mancha roja de sangre. Juan, Runa y yo cruzamos raudos y enfocamos el rastro que atravesaba un tramo espeso de maleza, afortunadamente en llano. Así fuimos unos centenares de metros hasta que el corzo saltó a una pista. Al fondo, junto a una plantación, el rastro moría misteriosamente. La perra que iba lanzada se frenó en seco y buscaba a izquierda y derecha, adelante y atrás sin resultado. ¡El corzo se había vuelto sobre sus pasos! Esto es algo que el corzo hace con frecuencia en las persecuciones y que el conductor y el perro deben saber resolver.
Cedimos un par de metros de trailla a Runa y la dejamos buscar. Se adentró en un apretado de tojos altos y en sus mismas narices explotó el corzo. Se había vuelto unos 20 metros hacia atrás, se había tumbado y nos había dejado pasar a no más de 4 metros de su encame sin mover ni una oreja. La perra redobló en sus latidos y empezamos una alocada carrera cuesta abajo por una fuerte pendiente poblada de pinos y malezas hasta llegar al fondo del arroyo de Ricante. El corzo iba dejando claramente gotas de sangre en este trayecto lo que animaba nuestro corazón. El animal llegó al río y por tres veces lo cruzó con intención de despistar a la perra. Runa, lejos de desanimarse se lanzaba con ímpetu a los pozos y peleaba con la corriente hasta salir en al otra orilla para latir con fuerza ¡aquí va! De cuando en cuando encontrábamos gotas que nos confirmaban que no íbamos perdidos. Entonces el corzo optó por tomar de nuevo la cuesta arriba. Al hacerlo dejaba caer sangre que resultaba de un color rojo vivo, -demasiado vivo pensé yo para mis adentros; esto me suena a tajazo en la piel- lo que casi nos permitía seguirlo con la vista.
El corzo cruzó su propio rastro en otro intento de confundir a la perra pero esta ya no dudaba ni por un instante. Llegamos de nuevo al llano que había atravesado longitudinalmente y ahora lo cortábamos por el medio. El corzo atravesó un prado a unos 40 metros de donde se había encamado. Estaba claro que conocía el sitio.
Ahora llegamos a otra dificultad: un pinar rozado, limpio, sin una hierba. El rastro en la maleza es más fácil ya que al olor de las glándulas interdigitales y a la sangre se unen otros muchos que ayudan a seguirlo. Aquí la perra se serenó y con la nariz pegada al suelo iba piano pianito marcando la huida de la pieza. De cuando en cuando veíamos las acículas movidas, señal de un salto apresurado. Finalmente entramos de nuevo al monte y otra gota de sangre confirmaba una vez más lo correcto del trabajo de la perra. De nuevo la maleza nos envolvía. El rastro tomaba dirección norte hasta atravesar, ¡qué cosas! el campo de entrenamiento de tiro con arco, vacío en ese momento, para alcanzar un camino de tierra. Este campo está flanqueado de montes y prados y los corzos y jabalíes andan un día sí y otro también entre los petos. Respetuosos que somos.
El corzo al llegar al camino no lo cruzó sino que optó por correr por él unos metros. En la arena la sangre desaparecía pero aún así la perra fue capaz de resolver y encontrar unos 30 metros más adelante la entrada a una gran finca llena de hierba alta.
Las continuas lluvias que hemos tenido desde abril hasta hoy mismo han ocasionado un enorme crecimiento de la hierba que los ganaderos producen para su ganado, y la humedad de las fincas ha impedido la siega. Su altura supera con mucho el metro o metro y medio. En este mar verde nadaba Runa en pos del corzo. Yo intentaba a duras penas intentar atisbar en aquella inmensidad la carrera del corzo, pero nada. Sí veíamos la hierba tumbada a su paso y de cuando en cuando una reveladora mancha carmesí. Así anduvimos nuestros buenos 600 ó 700 metros en diagonal a la finca. Era claro que el corzo buscaba alcanzar de nuevo el bosque para burlarnos.
Poco a poco llegamos al borde de la pradera y para nuestra sorpresa el corzo no abandonaba el prado sino que seguía en dirección norte. Así, cuando faltaban 100 metros para su fin, de pronto, como por magia, el rastro de evaporaba. Unas gotas de sangre eran testigos de que no íbamos mal, pero de nuevo el corzo nos intentaba burlar. A estas alturas –eran las 12,30- Runa ya mostraba evidentes signos de fatiga. Se tumbaba y tenía dificultades para resolver esta nueva situación. Volvimos hacia atrás y nada. Finalmente, dado el cansancio de la perra y que yo debía acercarme a una feria de ganado sin falta, optamos por suspender momentáneamente la persecución.
Runa hizo el regreso en mis brazos. Se lo había ganado.
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