Corzo tocado pero no hundido (1) por Gerardo
Gerardo Pajares una vez más, comparte este fántastico relato con todos nosotros. Muchas gracias y que lo disfruteís.
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Desde hace algunos años estoy envenenado por la caza con arco. Este instrumento en apariencia simple entraña el último desafío de un cazador. Digo en apariencia porque cualquiera que se acerque a este mundo de la cuerda y la flecha pronto descubrirá lo complejo del material, lo discutido que es todo, la importancia de la técnica, en fin que se cazar se convierte una paranoia en que los medios son tanto como el fin. De todos modos hay algunas cosas que resultan insustituibles: una enorme dosis de afición y otra de humildad. Ponerse a distancia de tiro de una pieza y acertar exige mucho tiempo, grandes cantidades de paciencia y por qué no de cabezonería.
El caso es que después de haber cazado algún jabalí y fauna menor necesitaba pasar la reválida del corzo. Dos temporadas tras las corzas y una tras los corzos, totalmente en blanco, me habían enseñado que el corzo era una presa sumamente complicada para la lentitud de una flecha. Aproximarse muy complicado, cuando cerca imposible abrir el arco, y cuando lo habías conseguido esquivaban la flecha con facilidad. Todo un reto el corzo.
Así las cosas el tema no pintaba fácil. De todos modos tras un par de buenos ejemplares cazados en la temporada me había prometido dejar el rifle de lado e intentar centrarme en el arco, aún a riesgo de malgastar algún permiso. La ocasión surgió cuando los guardas me llamaron para sugerirme “un cambio de fechas” en mi permiso anual en Valdés. Supongo que la lluvia insidiosa que no cesaba desde hacía dos meses no invitaba a que algún cazador forastero lo intentase, así que me animé a ello. Se designó a Juan como mi guarda acompañante y fijamos la salida.
El sábado de madrugada nos dimos una vuelta por el campo sin ver nada de interés. Aproveché para ver como andaba la cosa con el reclamo y comprobé una vez más que funcionaba demasiado bien, tanto con corzas como con raposos. Aproveché para tomar unas fotos de plantas y flores de las que el campo se ha llenado con tanta lluvia. Charlando sobre corzos y caza le pregunté a Juan por los corzos que estaban saliendo en un punto concreto del coto. Se trata de un lugar complicado de cazar, una especie de isla que está limitada por la Autovía del Cantábrico, la N-634, la rotonda de enlace y el río de Ricante. Se trata de un monte tachonado por tres praderas de algo menos de una hectárea cada una, con alguna mancha de acacia australiana, algunos castaños, mucho tojo y pinos. Los corzos de este monte atraviesan de forma regular la N-634 habiendo producido innumerables colisiones. El guarda me indicó que estaba viendo un vareto y un macho raro con algunas corzas. Era un horquillón, pero Juan afirmaba que era un corzo adulto y que podía gustarme, pero que en todo caso a uno de los dos habría que quitar de en medio o se lo llevaría la carretera.
Inicialmente deseché la idea de intentarlo y nos fuimos para la Sierra de Argumoso buscando entre las plantaciones de pino y rozas a ver si le echábamos un ojo a algún corzo, pero la suerte no nos acompañó, así que siendo cerca de las 13.00 nos emplazamos para hablar por la tarde.
El caso es que en torno a las 18.00 se produjo una fuerte tormenta con aparato eléctrico y se abrió el cielo jarreando de lo lindo. Llamé a Juan y decidimos dejarlo para otra ocasión, la cosa no pintaba bien. Pero hacia las 20.00 la tarde cambió y fue mi esposa la que me animó a intentarlo. La ventaja es que mi desplazamiento para cazar no llegaba a los 2 km. Llamé a Juan y me largué al monte. Me retrepé en la serrezuela que hay encima de casa con el fin de atisbar los movimientos de algún corzo que saliera al claro, pero nada. Ni uno. Esto de mitad de mayo lo hace complicado y el mar de hierba que llena nuestros campos lo complica aún más..
Decidí entonces que a lo mejor la idea de echarle un vistazo a los corzos del monte isla no era mala idea. Dicho y hecho. En una hora y pico anochecía así que no había dudas. En ese momento el viento picaba del NE así que tomé el monte desde el W y por una senda fui recorriéndolo, asomándome despacio a los claros y escrutando cada rincón. El suelo estaba húmedo y la vegetación me calaba la ropa al andar. La tranquilidad solo era rota por el incesante ronroneo de los vehículos que por una y otra vía me rodeaban. Desde luego esta no es la idea de un bosque pristino, pero qué le iba a hacer.
Al llegar al extremo del monte y al asomarme a una pradera noté claramente la brisa en la nuca. En viento rolaba a W. Tiempo perdido. De todos modos pensé que era bueno volver, pero no sobre mis pasos sino dando un rodeo que en otra ocasión me había puesto a tiro de una corza a la que fallé a placer en mi primera temporada en serio con el arco tras las hembras de la especie.
El monte me calaba y los helechos, con más de 2 metros de altura y desarrollando una maraña de frondes que pronto alcanzarán los 2,5 metros entorpecían mi caminar por el interior del monte. Ahora no había camino ni senda, quizás una veredita de los corzos apenas perceptible entre la maraña de tojos, zarzas y ramas. Era imposible no hacer ruido y avanzaba con poca fe. Seguro que todos los corzos de la parroquia me había oído.
Al ir llegando al final del monte opté por caminar por una zanja que me ocultaba algo más. Iba llena de agua y me mojaría aún más de lo que ya iba pero amortiguaría el barullo que llevaba. Cuando calculé que iba a salir a la primera pradera me retrepé sobre la pared de la trinchera para echar un ojo y pude ver con claridad un corzo que me miraba con atención desde el centro de la finca. ¡Mierda! Me dije para los adentros. Medí: 89 metros. Me quedé petrificado tras un grueso pino. No llevaba los prismáticos, ya que había optado por ir tan solo con el medidor de distancias, pero sí había visto que era un macho. Despacio me asomé para ver que el corzo seguía atento y que a su izquierda estaba, tan pendiente como él, una corza. ¡Puñetas! Pero tenía que intentarlo. Me tiré al suelo y avancé gateando un tramo de monte, hasta que logré ganar un talud que me dejaba caer en el camino que conducía a la parcela de prado. Me deslicé vientre en tierra sobre el talud y una vez abajo recogí el arco. Por fortuna un pequeño sauce abrigó este movimiento, el mismo que precisamente año y medio antes había desviado mi flecha cuando buscaba el pecho de una corza que se apacentaba en esa misma pradera.
Una vez en la pista, y habiendo recuperado la compostura, me escondí entre las ramas del salgueiro y esperé a que los corzos tomasen una determinación. Ellos seguían alerta. Pasados unos 15 minutos de tensión parecieron relajarse y se dedicaron a mordisquear las hierbas circundantes. Aproveché para echar un vistazo mejor y medir la distancia. La hembra estaba a 53 metros y el macho algo más cerca pero la hierba alta me falseaba la lectura. Lo que sí comprobé es que se trataba del vareto. En ese momento estuve a punto de renunciar ya que claramente no era mi objetivo gastar un permiso en un juvenil, pero por otra parte, si no lo cazaba yo, probablemente acabase muerto en la carretera. Mientras, el corzo se tranquilizaba más y más, si bien alternaba su careo con alguna observación desconfiada en mi dirección.
El reto era grande, se trataba de intentar aproximarse a menos de 30 metros de dos corzos. El corzo es sin dudas una de las especies más complicadas para el arco. Está defendiéndose de forma continua, y dos corzos a la vez se defienden más del doble. Por otra parte, si fallaba en el intento tampoco perdía nada, así que decidí probar suerte. Poco a poco, arrastrándome entre el agua que corría como un arroyo por entre las rodadas de los tractores, me fui acercando hasta la entrada de la finca. Me protegía lo que quedaba de una “sebe” (seto natural que protege a las fincas en Asturias). Iba echando el arco por delante y yo a rastras por detrás. Me llevó mis buenos 15 minutos andar unos 10 metros. Así conseguí aproximarme a la entrada, momento crítico en el que me debía descarar. Lo hice tumbado procurando no ofrecer ningún perfil humano. La hierba alta no me permitía ver bien pero ponerme de pie hubiera ocasionado la huida. Desde esa posición controlé sus movimientos hasta que por fortuna la corza anduvo unos pasos hacia la izquierda seguida por el macho, lo que me permitió avanzar otros 2 metros y ganar el abrigo de unas salgueiras que franqueaban la entrada. De rodillas me fui metiendo en la finca, bien pegado al borde, tapándome con las hierbas y alguna rama que se convertía en mi cómplice. A estas alturas mi ropa no podía ya con más agua. Saqué el medidor y vi que la hembra me marcaba 30 metros. Ya estaba en rango de disparo, pero el macho estaba literalmente nadando en un mar de hierba que tan solo me ofrecía un recorte de la silueta del lomo. El medidor me devolvía lecturas erróneas. La luz iba a francamente menos. Mi ánimo estaba sereno, si no disparaba no pasaba nada y había sido capaz de franquear unas cuantas dificultades sin espantar a estos corzos.
De pronto el macho decidió salir del sitio donde estaba y se desplazó unos pasos hacia mi derecha. Sin pensarlo y estando de rodillas tensé el arco y sentí el botón de boca en su sitio. Me di cuenta de que no era capaz de distinguir el peep pero asumí que mi anclaje era correcto. Escogí el pin que uso a 25 metros, apunté al pecho lo más bajo que pude (la hierba me tapaba 1/3 del corzo) tiré de la espalda y la flecha voló perfectamente recta a su objetivo. La vi, quizás algo más baja de lo que pensaba, dirigirse al pecho del corzo que a mi suelta había levantado la cabeza. Viví este instante a una velocidad lentísima de modo que soy capaz de recordar como sucesos separados todas y cada una de las milésimas de segundo que siguieron. Vi como la flecha se enterraba en el mar de hierba a la vez que el corzo desaparecía, escuché claramente un “Poc” seco, como suenan las dianas, y el corzo que no se incorporaba. Mi cerebro me devolvía ¡Está pegado! ¡Se ha quedado en el sitio! Pero al momento veía como el corzo se rehacía y corría de un modo extraño, encogido, como doliéndose. De mi experiencia de cazador sé que debo guiarme por esa primera impresión. Estaba seguro, le había tocado, ¿pero donde?
De forma precipitada y siendo casi de noche me fui al tiro, por ver si veía la flecha o sangre, pero nada. Desde el monte un montón de ladridos me saludaron. La corza había corrido tras el corzo al monte y no sabía seguro quién ladraba. Lo que sí escuché es que las piezas se iban en dirección E. Lo registré mentalmente pensando en el cobro. Regresé al coche cavilando sobre lo ocurrido, la noche iba a ser inquieta pensando en el cobro. A veces me imaginaba el corzo agonizando a escasos metros del borde del prado y en otras lo veía saltando y ladrando incólume. Runa tendría la última palabra.
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