Carlos Cayuela comparte con todos nosotros el momento más feliz de su vida como cazador con arco.
Muchas gracias, ¡y enhorabuena!.
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Este fin de Semana, decidí rematar la temporada de corzos, yendo con toda la familia a Serradilla del Arroyo (Salamanca) a unos 16 Km. de Ciudad Rodrigo. Allí tenemos hace unos años un coto precioso (que ya nos han quitado en la subasta, para la temporada que viene), lindando con las RN de la Batuecas, con escasa calidad de corzos, pero con extrema dificultad para su caza debido a su espesa vegetación. Para que os hagáis una idea, solemos cazar unas 10 personas de las cuales solo cobramos corzos al final de temporada tres de nosotros (siempre los mismos…, que suerte tenemos).
Aunque los recechos son complicados, no por ello dejamos de tener buenos encuentros con corzos y guarros que alegran las mañanas y que no pocas veces aprovechamos para intentar hacer un poco de caza fotográfica.
En esta ocasión tenía claro que sólo lo intentaría con el arco y para ello me he pasado las dos últimas semanas tirando diariamente unas 100 flechas, y poniendo el arco “al pelo”…, así que dejé mi ruidoso 7mm en el armero, para evitar cualquier tentación.
Llegamos a Serradilla, sobre las 19 horas, y después de dejar alojada a la familia, me cambie rápidamente, de hecho me deje el polo rojo del viaje puesto (pues encima iba mi chaqueta camo Iberwolf), y me encaminé con mi buen amigo y socio Fabián Velázquez, hacía el coto si tener claro donde haríamos la espera de la tarde.
Por el camino, decidimos el lugar, y aunque Fabián llevaba su 280, por motivos de logística creí conveniente no estar alejado más de 200-300 de él. Esta temporada, yo ya había hecho “chicha”, así que los preparativos iban enfocados a que fuera Fabián, el que culminara con éxito estas jornadas. Fabián eligió ponerse dominando unas gateras, bastante seguidas, que daban entrada a un alcornocal, lleno de hierba fresca, helechos y brezos, así que yo decidí quedarme un poco antes, dominando una gatera en una esquina muy querenciosa donde ya habíamos visto un bonito corzo un par de veces.
Cuando llegamos al lugar, deje el catrecillo en el suelo, me quite la mochila y con mi hoyt trikon apoyado en el pié me dedique a observar el curioso recorrido del humo de mi cigarro, sin poder decidir cual era el mejor lugar para pasar la tarde placidamente, soñando con ese corzo que todos esperamos encontrarnos al alcance de nuestro arco.
Veía alejarse a Fabián silenciosamente entre helechos y brezos, cuando por el rabillo de mi ojo izquierdo observé una figura rojiza que sigilosamente intentaba alejarse de mi compañero de fatigas.
No podía dar crédito a lo que veía, eran las 7:50, aún no me había sentado, estaba fumando y un precioso corzo macho se acercaba sigiloso hacia mi zona de tiro. No llevaba telémetro, pues se me estropeó hace unos meses y aún no he repuesto tan preciada herramienta, pero la distancia de tiro era de 25-30 metros, así que había que intentarlo.
Se tapo tras un pequeño roble y comenzó a rozar su cuerna en él, momento que yo aproveche para ponerme el disparador de muñeca y a continuación abrir mi arco, lo más lentamente posible. Mi pequeño objetivo, se entretenía demasiado en sus quehaceres, y el arco empezaba a pesarme en exceso, mientras notaba como mi corazón quería, literalmente, salirse de mi pecho…., hacía muchos años que no tenía esta sensación.
Decidí bajar el arco, sin cerrarlo, a esperar que saliera de su improvisado escondite, y a intentar calmar mi estado de excitación y ansiedad, pues pensaba que si ahora no lo conseguía, sería difícil volver a tener una situación tan privilegiada como esta.
El corzo, dio tres pasitos a la derecha, saliendo del pequeño roble y se paró, momento que aproveche para subir lentamente el arco, pero…Dios…los nervios traicioneros me hicieron tocar el disparador y la flecha salio despedida antes de llegar a subir totalmente el arco. El corzo se asusto y corrió unos 10 metros, para volver a pararse e intentar averiguar que había ocurrido. Yo maldecía, y rodilla en suelo intentaba montar otra flecha en silencio, mientras mi ojo derecho no le perdía de vista. Petrificado, esperaba a que terminara su exhaustivo examen del lugar y decidiera cual iba a ser su siguiente movimiento. Uffff…el rojizo duende decidió volver al pequeño alcornoque a continuar su labor de marcado del lugar…, y esta vez, subí mi arco y lo abrí convencido de que dos oportunidades eran un regalo divino, que no podía desaprovechar.
Esta vez salio del pequeño roble por la izquierda y coloque el espacio existente entre los pines de 25 y 30 metros en mitad de su pequeño cuerpo. Solté y pude ver como la flecha se clavaba por debajo de su zona torácica, cogiendo intestino y rompiendo su rodilla derecha. Salió corriendo mientras lanzada un quejido de dolor, y creí por un momento que lo perdería, pero… el precioso animal no podía correr. Su rodilla derecha estaba totalmente rota y la flecha clavada en su abdomen le trababa las patas, a la vez que lanzadas unos quejidos, que jamás antes había escuchado. Estaba parado a escasos 20 metros, tapados por los brezos, pero su rojiza piel se distinguía entre las ramas de estos. Monté una tercera flecha y volvía a soltar, pero las ramas de brezo son duras y el escudo pudo evitar que la flecha terminara su agonía. Una nueva carrera de 10 metros, un nuevo quejido y no puede contenerme. Salí corriendo, cuchillo en mano, a terminar tan agónico momento. Llegué a él, y sin titubear, agarre firmemente su cuerna con mi mano derecha, y mi cuchillo busco su pequeño corazón. Sólo, un último quejido se escucho en el bosque, mientras un sentimiento de angustia se apoderaba de mí. Me quede quieto, inmóvil, delante de él, pidiéndole perdón por tan doloroso final, contemplando como se le escapaba el último hilo de vida. Lo coloqué en una posición digna de su linaje y le rendí pleitesía, tal y como me enseñaron a hacerlo los guardabosques polacos.
Lo había conseguido…, al fin…, había cobrado un corzo en condiciones con el arco. Recordaba el anterior que cobré hace dos años y nada, absolutamente nada se parecía a lo sentido en esta ocasión. Aquel corzo, era un corzo joven, confiado y con una cuerna deforme, que después de mucho meditar decidí quitar haciendo más una labor de gestión cinegética que un lance de caza..., pero este…este corzo era el corzo más grande que había visto yo en el coto…, y estaba allí, delante de mi, dándome la ocasión de despedirme del lugar con un recuerdo inolvidable.
Después de patear la zona para buscar las flechas disparadas y con el sentimiento de haber realizado un buen trabajo, pensé que lo mejor sería trasladar el corzo hasta el coche y terminar con las labores de limpieza para el aprovechamiento de la carne. Me eché el corzo a los hombros, al modo de borrego, y recorrí los escasos 300 metros que me separan del vehículo. Al llegar me di cuenta de que mi chaqueta camo estaba bañada en sangre, por lo que tras limpiar y preparar el animal, me encaminé a una charca cercana a lavar la chaqueta de iberwolf y mis manos.
Ya tranquilo, con el trabajo totalmente finalizado y fumando un pitillo, pensé que sólo quedaba poder hacer unas fotos para el recuerdo, pero…¡maldita sea¡…, mi cámara no estaba en mi mochila, por lo que tuve que esperar a Fabián a que trajera la suya… Aún así, ya de noche no podía dejar de inmortalizar el momento, pues la visión de una instantánea, lleva consigo el recuerdo completo, cual si película se tratará, de un momento especial: el día más feliz de mi vida como cazador arquero.
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